(Crítica constructiva)
Vivimos en una sociedad cambiante, donde las corrientes de intolerancia parecen ir en aumento, desdibujando la esencia misma de lo que significa ser humano. Las actitudes resentidas, las miradas cargadas de desconfianza y los gritos del odio se alzan como las gárgolas en nuestras ciudades, vigilantes y amenazantes, recordándonos que aún queda mucho camino por recorrer para alcanzar una convivencia armónica y pacífica. Éste fenómeno no es nuevo, sinó que se alimenta de un clasicismo cacique qué, disfrazado de patriotismo, se infiltra en el discurso público y en las políticas de muchos países.
La retórica del nacionalismo, que ha sido empleada a lo largo de la historia para desunir y dividir, ha encontrado un nuevo hogar en el presente. Éste nacionalismo patrio, que para nada pertenece a las raíces culturales de muchos, se presenta como un salvaguarda de lo "nuestro", mientras que todos sabemos que la verdadera genealogía de la humanidad está entrelazada por cruce de caminos, por la llegada y partida de miles de culturas a lo largo de los siglos. La historia nos ha demostrado que la diversidad es la norma, no la excepción. Sin embargo, algunos insisten en dibujar fronteras con líneas rojas, tratando de encapsular identidades en conceptos rígidos y arcaicos generando guetos con la marginación más anti-inconstitucional que se pueda ofrecer, pasándose las leyes por encima cómo pasan el peine por el cabello.
Es esencial reconocer que necesitamos de todos, que ésta comunidad global está formada por seres humanos, no por seres sedientos de sangre ajena. Demasiadas veces, éste tipo de individuos, que se sienten dueños de la tierra y sus recursos, intentan imponer su visión de un mundo que les agrada a costa de la dignidad y los derechos de otros. Se erigen como gárgolas de un odio infundado, observando con frialdad a aquellos que consideran diferentes, a quienes se les niega incluso el derecho a existir.
Tal actitud no solamente es inhumana, sinó que es regresiva. A medida que avanzamos hacia un futuro cada vez más interconectado, es irónico que algunos sigan anclados en prejuicios añejos que han causado tanto sufrimiento. Éste fenómeno de la xenofobia y la intolerancia no solo afecta a los grupos minoritarios, sinó que tiene repercusiones en toda la sociedad. Al cerrar nuestras puertas a la diversidad, cerramos también nuestros corazones y nuestras mentes, convirtiéndonos en prisioneros de un miedo que se alimenta de la ignorancia.
Las gárgolas del odio no se limitan a expresiones violentas o agresiones físicas. Su influencia se siente en un lenguaje que deshumaniza, en memes que circulan por las redes sociales, en discursos políticos plagados de desdén hacia el otro. El acto de deslegitimar a otros mediante estereotipos dañinos es, quizás, uno de los ataques más sutiles, pero igualmente son devastadores. Un recorrido histórico revela que la demonización del otro ha sido la estrategia favorita de aquellos que buscan construir muros en lugar de puentes.
El desafío, entonces, radica en desmantelar éstas estructuras de odio y miedo que se han establecido en nuestras sociedades. La respuesta no puede ser el igualitarismo superficial; debe fundamentarse en un genuino entendimiento de la multiculturalidad. Vivir en una sociedad diversa implica aceptar que nuestras diferencias son una fortaleza, no una debilidad. La multiculturalidad es riqueza, es la suma de diferentes notas qué, al tocarse juntas, crean una sinfonía hermosa y compleja.
Desde la educación, se nos ofrece la oportunidad de erradicar la ignorancia que da paso al odio. Fomentar el respeto y la curiosidad hacia las diferentes culturas es esencial para preparar a las futuras generaciones en un mundo globalizado. En el aula, en la familia y en las comunidades, se debe hacer hincapié en que conocer al otro es tener la capacidad de ampliar nuestro horizonte, de comprender que las historias y experiencias de los demás pueden enriquecer nuestra propia narrativa.
Además, es crucial que los sistemas políticos y sociales promuevan la inclusión y la empatía. Los líderes deben entender que su responsabilidad va más allá de la gestión económica; también deben ser custodios de la paz social y de la cohesión comunitaria. Necesitamos voces que desafíen el statu quo, que propongan nuevas formas de ver el mundo que trasciendan el miedo y la división, que abran espacios de diálogo y de entendimiento.
Sin embargo, para que ésta transformación ocurra, es necesario que cada uno de nosotros se convierta en un agente de cambio. Debemos atrevernos a cuestionar las narrativas que perpetúan el odio y a involucrarnos en la construcción de un entorno más justo e inclusivo. Desde nuestras pequeñas acciones cotidianas hasta nuestras intervenciones más significativas, cada paso cuenta en el camino hacia la erradicación de esas gárgolas del odio.
No existe una solución mágica que borre de la noche a la mañana las heridas abiertas por siglos de intolerancia. Pero sí podemos trabajar en conjunto por un futuro en el que el amor y la comprensión primen sobre el miedo y la desconfianza. La historia tiene lecciones valiosas: cuando elegimos el camino del amor y la aceptación, somos capaces de construir un legado que inspire a futuras generaciones a continuar la labor de unir, en lugar de dividir.
Así, alzamos nuestras voces contra el odio y afirmamos nuestra decisión de ser parte de la comunidad humana, reconociendo que cada vida tiene valor y que cada cultura aporta algo único y esencial a nuestro mundo compartido. Las gárgolas del odio pueden seguir observando desde sus atalayas y catedrales, pero nosotros, con determinación y compasión, podemos dar pasos firmes hacia un mañana donde la diversidad sea celebrada y no temida.
Assalamo Aleikum.